La dama, era una mujer delicada y de sonrisa amable. Sus
curvas y movimientos delicados podrían ser considerados como seductores, pero
para los niños bajo su cuidado, no se trataba nada más que el llamado grácil de
un gesto de afecto en una época trágica. Ellos sabían que tenían mucha suerte
de poder estar viviendo en esa mansión, bajo los cuidados de aquella mujer. Y
aunque nunca debían pronunciar el nombre de su “madre” fuera de las paredes de
la mansión, ellos no encontraban nada extraño en esa acción.
La familia debe de protegerse. Y aunque ellos eran huérfanos
y ratas callejeras, la dama les había proporcionado un hogar que de caso
contrario nunca podrían haber podido disfrutar.
Las calles del pueblo al final del camino, no eran más que
una sentencia de muerte. Hambre, frío y enfermedad era lo que les esperaba si
deseaban regresar. La dama les permitía quedarse, les permitía irse, pero sólo
les pedía proteger su nombre.
Los recién llegados, usualmente huérfanos recientes debido a
las epidemias, siempre eran traídos de la mano de alguno de los mayores.
Pequeñas personas que eran apenas encontrados tras el reconocimiento de un alma
similar que había atravesado el mismo calvario.
Las mujeres se dedicaban de los menores y guiaban en la
limpieza, los varones se encargaban de reparar y mantener el hogar que se les
había sido otorgado. No había reglas más allá del secretismo de la dama. Y cada
tanto, ella se acercaba a uno de los mayores, intercambiando suaves palabras y
una sonrisa triste.
Tenían una vida apacible, y aunque cada tanto uno de los
mayores desaparecía, el resto sabía que era algo necesario. No había quejas,
solo comprensión y la promesa de un día más en aquella casa.
Pero el pueblo, lleno de mentalidad celosa y enfermiza, vio
en esta mansión una maldición que les costaba la vida. Culpaban a la dama de
todos los males que les arremetían, desestimando el alma caritativa que velaba
por los niños que ellos mismos desechaban como carga.
Cuando las antorchas subieron por la colina, los niños
supieron que su cielo iba a ser destruido. Y la dama, con expresión furiosa,
apretó los dientes y miró a su familia. Observó a cada uno de los habitantes de
su hogar, y suspiró. Las explicaciones no eran necesarias, aquello que estaba
sucediendo era algo que era previsible. Tan solo que ella se encontraba
decepcionada en la misma historia que se repetía.
“Vienen a destruirme”, dijo con voz calma. “Vienen a arrasar
nuestro hogar, robar nuestra riqueza y violar todo cuando se encuentre a su
paso”, continuó con la seguridad de alguien que había visto mucho. Su vestido
rojo brillaba ante las últimas luces del atardecer y el anaranjado color de las
antorchas. “¿Están dispuestos a ayudarme a defender nuestro hogar?”
Los niños asintieron, los mayores dudaron brevemente, más
conocedores de lo que la dama indicaba. Había un gran precio que pagar al
aceptar aquellas palabras, pero también eran conscientes de que no poseían
muchas opciones. Los niños deberían de permanecer inocentes, y algunos mayores
deberían de quedarse a cuidarles. El resto...
La dama sonrió, reconociendo las miradas decididas y dio las
últimas indicaciones a quienes deberían de quedarse atrás a cuidar a los más
inocentes.
Los niños, y unos contados mayores, ingresaron al sótano, y
montaron guardia frente a la salida escondida de un túnel que llevaba a los
campos de la mansión. La entrada a la mansión fue sellada, y no hubo lágrimas
cuando se despidieron de los jóvenes que decidían quedarse atrás. Solo
sonrisas, canciones, unas carcajadas, y la promesa de nuevos juegos en un
futuro cercano.
“Escucharán gritos”, dijo la dama. Sus labios formando una
sonrisa. “Escucharán miedo y sollozos. Pero no teman”, indicó sonriendo. “Nosotros
los cuidaremos”.
Ya podía escucharse el grito del sacerdote local, demandando
que aquella cuna de herejía abra las puertas a la masa.
Los niños no temieron, incluso cuando el olor a sangre llenó
el sótano. Incluso cuando sollozos y chillidos llenaron la mansión. Los niños
cantaban mientras los mayores bailaban siguiendo las indicaciones del juego
apenas inventado.
La masa, cuando ingresó a la mansión, se había encontrado
con un mar de sangre y cadáveres. Los jóvenes, hombres y mujeres, que habían
decidido quedarse atrás se habían desangrado en el suelo. La dama, se
encontraba sentada en la escalera, acariciando el cabello de uno de sus niños.
Una sonrisa en su rostro mientras observaba los alaridos horrorizados de la
masa.
“¡Demonio!”, le gritaban. “¡Bruja!”
La dama blanqueó los ojos, como un adulto cansado de los
berrinches de un malcriado. No dijo nada. No tenía nada que decir. Recordó
brevemente, aquella época en la que todavía trataba de explicar sus acciones. A
sí misma y a otros. Cuando se había postrado de rodillas, pidiendo perdón por
algo que no podía evitar. Por algo que era tan natural para ella y tan
horroroso para el resto.
La muchedumbre comenzó a avanzar hacia ella. Movimientos
violentos y exacerbados por el terror. Ella podía oler su miedo. Sus niños
también.
Las sombras parecieron ponerse de pie. Los cuerpos moverse
como recién despertados de su sueño. El cuerpo en el regazo de la dama se
estiró perezosamente, y el joven sonrió a su madre.
La dama devolvió la sonrisa, y aunque se encontraba triste
por esa situación, estaba feliz de poder cuidar de su familia.
Los niños estaban hambrientos, pero la cena ya estaba
servida.
Red Dress by Michael J. Austin |
Dama de vestido rojo por Cassé, Paula Andrea se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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