La humanidad es hipócrita.
El ser humano perpetúa su existencia a través del refuerzo
de su placer. Si es placentero, aunque le haga daño, lo usará hasta que le
destruya. Si algo le genera rechazo o desagrado, lo repudiará aunque no haya
lógica ni sentido. A la persona no le gusta que la demuestren ignorante, por lo
que cualquier llamado de atención será tomado como un ataque contra su
integridad.
La humanidad se construye en ilusiones. Y cuando éstas son
puestas en evidencia, su hipocresía le lleva a adornar las mentiras en un
intento de hacer el trago más dulce.
Un soldado sabe la verdad.
Este soldado, sabe la verdad.
Un hombre como cualquier otro. Con madre y padre, con
hermanos y amigos, con recuerdos y esperanzas. Una persona que cometió el error
de creer que existían los héroes. Una persona que había comprado las ilusiones
que el mundo le vendía, y que ahora se ahogaba en la cruda realidad que las
personas normales rechazaban.
Este hombre, contemplaba el arma en su mano, sopesando el
valor del suicidio.
Las personas dirían que sufría de estrés post-traumático,
por detrás de haber visto cosas atroces en la guerra. Otros dirán que sufría de
depresión, ya que no se sentía capaz de adaptarse a la sociedad. Y los más atrevidos,
simplemente dirán que se lo merece. Se lo merece por ser soldado. Por ser
asesino. Por perpetuar la guerra. Por traer dolor al mundo.
Y este hombre, no podía decir que ninguna de las palabras
anteriores fuesen falsas. Porque era lo suficientemente honesto como para
aceptar la realidad del estilo de vida que había elegido.
La guerra era una mentira. Una mentira útil, glamorosa, pero
todavía una mentira. Sin embargo no era una mentira respecto a sus
motivaciones. No era una mentira porque el gobierno diese motivos “equivocados”
para la guerra. No era una mentira porque se matasen inocentes con el objetivo
de buscar provecho en las inversiones de un país. Se podían mentir sobre muchas
cosas, pero la más grande mentira de todas. La verdadera “mentira de la guerra”,
era que al ser humano le gustaba la guerra, pero era lo suficientemente
hipócrita como para negarlo.
Se derramaban miles de lágrimas por los “civiles” muertos.
Se hablaba de “daño colateral” para justificar los márgenes de error. Se daban
medallas a soldados como si se tratasen de trofeos por la cantidad de gente que
habían matado y destrozado. Bajo el cubierto de campos de batallas, se
torturaba, violaba y destruía sin piedad. Y siempre se justificaba todo. Siempre
había un motivo para todo lo que había sucedido bajo el manto de la guerra.
Pero la mentira se veía más claramente, cuando la gente “normal”,
cuando los “civiles inocentes” repudiaban las acciones de los soldados cuando
ellos mismos desviaban la mirada ante los actos crueles. Todo el mundo se
desgarraba las vestiduras porque la guerra era cruel, pero si a esas mismas
personas se les diese un arma y el permiso de matar con libertad, serían los
iniciadores de las más grandes masacres de la historia. Y su justificación
sería algo simple como la ideología, el color de piel, el gusto musical, el
lenguaje, la vestimenta, la forma de caminar, la forma de mirar.
El soldado lo sabía bien. Todo ser humano es hipócrita. Y él
mismo, mientras contemplaba su suicidio, se preguntaba como era posible haber
recibido tantas medallas y al mismo tiempo haber sido tan repudiado por haber
creído que sus acciones tenían un significado.
“Todos los soldados
deberían ser sometidos a corte marcial por crímenes de guerra”
Ese era su pensamiento. Porque sin importar los motivos, los
actos heroicos, lo bueno y lo malo, no dejaba de tratarse de una serie de
acciones violentas que habían llevado al homicidio de otras personas. ¿Qué
importaba si eran soldados enemigos? ¿Qué importaba que algunas de esas muertes
hubiesen sido en defensa propia? Una muerte era una muerte.
Y desde otro punto de vista, ¿Qué pasaba con los muertos en
su propio bando? ¿Qué pasaba con el soldado que había sufrido un ataque de
pánico, que había puesto en riesgo todo un escuadrón y había tenido que ser
ejecutado para no revelar la posición del escuadrón? ¿Qué pasaba con las balas
perdidas que habían matado amigos, enemigos, inocentes y transeúntes?
¿Qué pasaba con las torturas que nunca serían reconocidas?
Algunos dirían que este soldado sufría de la culpa del
sobreviviente. Probablemente sería algo correcto.
Pero ello no quitaba una sola verdad. Que sin importar
cuando lo intentase, nunca podría quitarse el peso y el olor a muerte de
encima. La sociedad, y la humanidad, le juzgaban y alababan en igual medida.
Pero nadie le impartía el castigo que consideraba que se merecía.
Por lo tanto, el soldado miraba el arma en su mano.
No deseaba vivir en ese mundo de mentiras bonitas, de
ilusiones envenenadas y realidades crueles. Había vivido su vida por lo que
había creído, y no era suficiente. No para él. No para sus víctimas.
“Una última misión”
Apretó el gatillo.